Democratizar todo, a los golpes
Por Carlos
M. Reymundo Roberts | LA NACION
¡Genia! ¡Genia!
¡Genia! No me canso de decirlo. La señora es una genia. Para democratizar la Justicia pensó en un trámite exprés, sin
debate, a libro cerrado. Es decir, la metodología menos democrática del mundo.
Eso sólo puede salir de una mente superior. Ella vio lo que nadie había visto:
hay que democratizar con mano dura, a lo bestia. Hay que imponer. No es un
juego de palabras: la debilidad de la democracia muchas veces reside en los
demócratas. Es un régimen que necesita de un buen dictador.
También
Diana Conti tuvo un rapto de genialidad (aunque en otra dimensión, Cristina, no
se me enoje; usted sigue siendo única). Dijo que "en la
democracia, la mayoría gobierna en los tres poderes" . Claro que sí. Lo he dicho en otra
oportunidad: Montesquieu, un improvisado, complicó todo con lo de la división
de poderes, modelo que sólo puede haber salido de una cabeza chiquita y
pusilánime. El tipo se afanó en la búsqueda del equilibrio, de los contrapesos,
y el mundo entero corrió, extraviado, detrás de ese engendro. Lo único que lo
disculpa es que produjo tamaño disparate en una época, la de la Ilustración,
complicada por dos motivos: la pobre generación de ideas y, sobre todo, porque
todavía no había nacido Cristina.
Hoy las
cosas son más fáciles. No sé si simplifico demasiado, pero la Presidenta
descubrió que si un juez falla en contra de un gobierno que obtuvo el 54% de
los votos, ese juez está atentando contra la democracia. Hay que destruirlo. A
él y a su maldita corporación. Con el actual Consejo de la Magistratura eso no
se puede hacer porque es una institución burocrática, mal hecha, mal pensada.
Ya sé, no me lo digan: está pensada por Cristina. Pero ella cambió, en un
alarde de flexibilidad que desmiente eso de que es una dura. Duros son, de
cabeza y de corazón, los que no valoran su búsqueda de la excelencia.
La señora no
está pensando en su propio interés, en reunir más y más poder, en asegurarse de
que nadie en el Poder Judicial se le anime. Está pensando en nosotros. No hay
encuesta en la que no aparezca en primer lugar la necesidad de aumentar el
número de consejeros de la Magistratura. Además, ya eran cosa de todos los días
los piquetes que reclamaban el fin de las medidas cautelares. Los millones de
personas que protestaron el 13-S y el 8-N no pedían, como nos quiso hacer creer
la prensa hegemónica, menos autoritarismo, más libertad, menos inflación, menos
corrupción o que termine el flagelo de la inseguridad. La gente ganó la calle
(y lo volverá a hacer el próximo jueves, el 18-A) para pedir más cámaras de
casación. El grito de "¡casación, casación, contra toda la traición!"
fue espontáneo y unánime.
Democratizar
la Justicia es el desafío de la hora. Ingenuamente, el lunes me presenté en el
acto de la Presidenta pensando que iba a anunciar medidas contra las
inundaciones. Me imaginaba una batería de iniciativas, como, por ejemplo,
cerrar las fronteras los días de lluvia torrencial, para que una eventual
tragedia no sorprenda a tantos funcionarios fuera del país. O un plan "Paraguas
para Todos". O la impermeabilización por decreto de Tolosa, donde vive
nuestra querida abuela, Ofelia. O pedirle a Moreno que cierre la importación de
lluvias. O prohibir el mercado blue de canoas. O congelar las tormentas por
seis meses. Si habían muerto 60 personas, entre la Capital y La Plata, sin duda
ella algo tenía que decir y hacer. Pero no. Otra vez sorprendió. Otra vez
siguió el dictado del pueblo: la gente no está preocupada por la posibilidad de
perderlo todo en un temporal, incluida su vida o la de sus familiares y
vecinos. La mayor aspiración es que ahora un arquitecto, como dijo la señora
ese día, pueda llegar al Consejo de la Magistratura. Sólo en ese momento, con
la incorporación de los arquitectos, podremos construir una Justicia mejor.
Digamos en
mi defensa que no estaba del todo equivocado. En su discurso, Cristina hizo una
alusión, si bien breve e indirecta, a las inundaciones. Comentó que se había
quedado disfónica después de varios días de "dar muchas órdenes en un tono
elevado". No echó a nadie, no anunció ninguna obra, no mandó de urgencia
al Congreso ningún proyecto de ley sobre este tema, pero estoy convencido de
que esos gritos que pegó pusieron las cosas en orden. Lo empezaremos a notar,
seguro, en la próxima tormenta.
De puro dañino,
me quedé pensando a quién le habrá gritado. ¿A su amigo Bruera, el intendente
de La Plata, no por haber hecho todo mal sino por no saber usar Twitter? ¿A su
cuñada Alicia, por cometer el mismo error que ella, que fue a meterse entre
vecinos indignados? ¿A Boudou, más preocupado por promover una fábrica de
billetes que una de salvavidas? ¿A Galuccio, el mago que logró que el agua
provocara un incendio? ¿O a Galuccio, pero por haber dado una conferencia de
prensa, pese a que lo hizo una semana después del siniestro, escondió todo y no
dijo nada?
No sé, sigo
con dudas. Acaso se enojó con el cielo, este cielo que tira lluvias inoportunas
y papas argentinos. Papas argentinos que le escriben cariñosas cartas a
Lorenzetti y a Macri. ¿Lo ven? El cielo es un enemigo. Cuando terminemos con la
Justicia nos ocuparemos de él. Ya es hora de democratizar la corporación que
manda ahí.
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